martes, 16 de mayo de 2017

El Jardín de las Hespérides. Primera parte.







Hace mucho tiempo, los griegos hablaban sobre un hermoso y agradable jardín situado en el occidente de Europa. Un jardín apacible, donde el murmurar de las aguas, la fresca hierba y los amenos cielos colmaban a su dueña, la diosa Heras, de maravilla y contento.




Era tal la riqueza del agradable y sereno jardín, que se decía que habían fabulosos árboles que daban frutos de oro. Cierto día, la Diosa, celosa de las bondades de su jardín, encargó a las tres ninfas de occidente que cuidaran de su preciado lugar. Estas ninfas eran hijas del Titán Atlas y se las conocían como las Hespérides y al jardín como El Jardín de las Hespérides.



Tiempo después, otro pueblo de ultra mar, los Romanos, llegaron a ese rincón de occidente. Ellos lo llamaron Hispania. Pienso que la palabra Hispania no es sino la romanización de la palabra griega Hespérides y con ella, los romanos, querían designar lo mismo que los griegos: un hermoso y agradable jardín, un lugar de naturaleza desbordante, un infinito hule verde que se extendía por toda la Península Ibérica.



                                      



Qué pensarían los griegos, los fenicios, los tartésicos, los íberos o los romanos de los naranjos y limoneros silvestres que crecían en la Península Ibérica. Qué precio, equivalente al oro, alcanzarían en sus mercados los frutos ambarinos de esos árboles. No podemos culpar a estos pueblos de pensar que ese Jardín era un lugar donde los árboles daban frutos de oro (ya sea por el valor que alcanzaban los frutos, ya sea por el color, parecido al oro, de las naranjas y los limones). La Península Ibérica, como hoy conocemos ese rincón de occidente de Europa, fue, en otro tiempo, el jardín de las Hespérides.


No cabe duda de que la Hispania romana era un paraíso forestal. Un lugar donde una ardilla podía cruzar desde Gibraltar hasta los Pirineos, de árbol en árbol, sin pisar la tierra, como afirmaba el geógrafo romano Estrabon.



Muchos lugares de Extremadura, llevan en su nombre un pasado que nos hablan de ese paraíso forestal, de esa inmensa nata verde que cubría la tierra, del mitológico Jardín de las Hespérides. Ejemplos hay muchos, así, la palabra Alburquerque (Badajoz) procede de la raíz árabe de Abu-Al-Qurq que significa País de Alcornoques, o el mismo Monfragüe, que proviene de la raíz latina Mons Fragorum que significa Monte Fragoso o monte denso.



Los romanos comenzaron a construir ciudades (Emérita Agusta, Cáparra, Turgalium, Regina...) vías de comunicación (calzadas) que facilitaban un desplazamiento rápido del comercio y de los soldados con el resto del Imperio (Vía de la Plata). Embalsaron los ríos (Embalse de Proserpina y Cornalvo), salvaron distancias con puentes (Mérida, Alcántara...) y acueductos (Acueducto de los Milagros).





Siglos de continua actuación humana fue transformando el primigenio Jardín; talas de árboles para carpintería y ebanistería, madera para construir los hogares, el mobiliario, los utensilios, las carretas, el carbón para calentar las estancias en los fríos inviernos. El pastoreo necesario para alimentar a las personas, los incendios, las plagas, el laboreo cíclico o los periodos de sequías fueron reduciendo la extensión del paraíso forestal a manchas de bosque cerrado, cada vez más escasas y en lugares más inaccesibles.



Para no cansar al leyente, hablaré de la transformación del primitivo Jardín de las Hespérides y la formación de las dehesas, auténtico bosque extremeño que tenemos hoy, en el próximo capítulo del martes que viene, Dios mediante.

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